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Rosalba no ha llorado nunca, ni siquiera cuando el perico Panchito cayó tieso, por el ataque del enloquecido gato Zapata. Ni cuando su abuela Mayela murió después de comer pavo, romeritos y bacalao la noche en que nació el niño Jesús. Rosalba no conoce las lágrimas, sus ojos siempre han sido grises y secos, secos como el lago de Chapala. 

            Como decía la abuela Mayela, la niña nació en un verano dónde todas las milpas agonizaban a falta de agua, hasta marchitarse. Rosalba y sus ojos grises, secos se quedaron. Muchos dicen que por eso murió su madre, Elena. A pesar de ser la envidia de todas las mamás de Jalostotitlán, que no podían dormir porque apenas cerraban un ojo y el llanto,se sentaban un momento a descansar y de nuevo la tormenta de sus bebés. Las nuevas mamás extrañaban dar la vuelta en el quiosco, sacudirse a los pretendientes, desairándoles, aunque les gustaran. Pues como dicen “el que quiere azul celeste que le cueste”. Y es que jóvenes de toda la República venían cada año a la feria de Jalos; buscando a las mujeres más bellas y, esas sólo las de los altos de Jalisco.

            Elena quería que su hija fuera como los demás bebés y se comunicara a través de las lágrimas. Fueron inútiles todos sus intentos con doctores, homeópatas, chamanes, naturistas y demás. La bebé cumplió tres meses y ni una lágrima. En cambio, Elena lloró todas las noches, a tal grado que enfermo de gravedad y murió antes de que su niña cumpliera el año. A Rosalba no le quedó más que su abuela Máyela y el perico Panchito, pero no por mucho tiempo. Su padre, antropólogo oaxaqueño, amante de las frutas, las aves y las mujeres exóticas había desaparecido una noche nublada sin siquiera saber que tenía una hija única. Y al decir única, no me refiero a esa cualidad que todos los padres encuentran en sus hijos, por ser suyos.  Rosalba, en verdad, era la única niña que no sabía llorar. 

         Después de sus ocho años de eternas sequías, no pudo ni siquiera humedecer sus ojos cuando su abue se despidió de ella, ni cuando Panchito cerró el pico para siempre. Rosalba quedó completamente sola.

        Antes de que los trabajadores sociales tuvieran que tomar una decisión acerca de su futuro, la maestra Margara decidió adoptarla. Margara era de un carácter ácido como el jugo de limón. No le gustaban las sandías, ni las lágrimas de los niños, y no sabía sonreír. Cuando la niña se enteró de que su antigua maestra había decidido adoptarla, sus ojos grises parecieron nubes a punto de estallar. No cabía en su cabecita cubierta de rizos castaños y enmarañados, que la maestra Margara estuviera interesada en adoptarla. Sabía que todos los niños le tenían miedo, sobre todo los llorones.Margara no soportaba escuchar el llanto de nadie que no fuera el suyo, le parecían lágrimas falsas y tristezas inventadas, de gente que no conocía el sufrimiento. Ella sí que sabía lo que era sufrir, conocía la traición y la humillación hasta lo más profundo. Cuando se enteró de la triste historia de la pequeña y de las habladurías que había por todo Jalos, de que la niña nunca había llorado, ni siquiera una lagrimita; decidió empezar los trámites de adopción.

         Así fue que Rosalba cargó con su pequeña maleta naranja, que apenas y cerraba de tantas chacharitas: su colección de botones de colores, sus muñecas peluqueadas, un ala de Panchito y el tenedor que uso su abuela en la cena de Navidad, antes de que muriera después de comer sin mesura todo lo que tenía prohibido a causa de la diabetes.

        La maestra Margara la recibió con lágrimas y pellizcos en las mejillas. Trató de hablarle, no podía porque apenas abría la boca y empezaba a llorar. Rosalba, que nunca había visto tantas lágrimas juntas no podía controlar el temblor en sus piernas de popotitos, ni tampoco sabía que decir, pero se le salía una que otra carcajada. El primer día estuvo un poco incómodo para las dos. Rosalba qué estaba acostumbrada a correr de un lado aotro por la casa sin que nadie la regañara, a cantar y reír a carcajadas con el perico Panchito; se sentía prisionera en esa casa donde todo estaba perfectamente organizado y planeado. No había un plato fuera de su lugar,ninguna mancha podría seguir existiendo por más de tres segundos y la comida seservía invariablemente a las tres con siete minutos.

         Margara que no tenía más compañía quesu soledad, sintió su espacio invadido. Cada vez que el reloj marcaba las cincocon treinta y siete minutos se metía en su cuarto, y sólo se escuchaba sullanto. Primero como un murmullo luego como si el mismo cielo se estuvieracayendo. Margara era una llorona profesional, parecía más un canto, unarepresentación artística del dolor. Se volvió una costumbre para Rosalba,escuchar detrás de la puerta el concierto de lágrimas, al mismo tiempo queimaginaba a su madre con sus ojos siempre humedecidos, y a Panchito gritándoleal mundo que su ama era la única que no sabía llorar.  Las carcajadas de Rosalba y las lágrimas de Margara acabaron por entenderse. Hasta una tarde humeada en la que regresaba Rosalba de la escuela, y se encontró a Margara en el espejo haciendo muecas.

          —¡Ay, Margara! Por favor deja de hacer esas caras en el espejo. Me estás asustando, — la cara de Margara se puso del color de la ciruela al ver que la habían descubierto.

          —Sólo intentaba… mmm…Creo que nunca entenderías. —Y al decir esto empezó a preparar la comida con los ojos hinchados, por no poderse liberar hasta que el reloj marcara las cinco con treinta y siete minutos. 

         —Rosalba, dime la verdad, ¿qué tan feas eran mis caras? 

         —Pues, no eran feas, eran feísimas. ¿Qué es lo que intentabas hacer?

          Margara abrió la boca para decir algo, pero en ese momento se desbordaron sus dos presas y no pudo por más tiempo contener el agua de sus pupilas.

         —Rosalba, ¡sí tú supieras!, pero tan sólo eres una niña, no debo llenar tu cabecita de cosas tristes. Sabes, lo único que quería era aprender a reír, antes yo sabía hacerlo. No creas que siempre viví en esta casa tan triste, tan llena de muebles melancólicos.

       Se detuvo un momento, y volvió a abrir la boca, intercalando palabras húmedas con lágrimas.

         —¡Yo no lo mate! ¡Te juro, que yo no lo mate!

         —¿Matar? ¿A quién? ¡Ay!, Margara, no sé qué te pasa hoy, pero de veras, me estás asustando.

         —¡Qué yo no lo mate! ¿Cómo lo iba  a matar si lo quería más que al mismo cielo? Fue culpa de mi vestido tan largo, y de la modista tan estúpida que no supo hacerlo como se lo pedí.

        Y como si nunca hubiera dicho nada, siguió pelando papas y picando zanahorias, absorta en sus pensamientos.

        —¿En verdad, te ibas a casar?

        —Sí, estuve a siete minutos de casarme.

        —¿Cómo que a siete minutos?

        —Sí, ya te dije. ¡Malditos siete minutos! Y luego el reloj marcando la hora, cinco con treinta y siete minutos.¡Ay!, porque tenía que verme con esos ojos antes de irse, que parecían gritar,¡sí!, te amo. Luego tropezó con mi vestido y se abrió la cabeza en dos. Ya te has de imaginar, un sangrerío espantoso. La gente que esperaba oír el «sí,acepto», estaba en shock. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido, durante otros malditos siete minutos. Después, yo caí desmayada en él, rematándolo. Se despidió robándome el último beso. El último beso.

         Rosalba, que nunca había escuchado historia más triste, sintió deseos de llorar y se ofreció a partir la cebolla,pero no tuvo éxito. Buscó unas gotas de Margara, que hacían llorar a cualquier actriz, pero tampoco tuvo resultado. Se picó lo ojos, se jaló el cabello, se echó champú en los ojos, y nada, ni una lágrima. Desesperada, comenzó a reír cada vez más y más fuerte, hasta que por toda la casa se escucharon unas sonoras carcajadas. Margara, que creyó que se burlaba de su historia, empezó a llorar más y más duró, hasta que salieron los vecinos de toda la cuadra a verlo que pasaba. Y entre carcajadas y lágrimas, despertaron hasta los muertos del cementerio, entre ellos a la abuela Máyela, a Pancho, el perico y a la mamá Elena, que al escuchar aquel llanto y ver por la ventana a Rosalba, creyó que su hija al fin había aprendido a llorar.

Autor: Alejandra Hoyos González Luna 

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